LA FRASE DEL PERIODO DE TIEMPO QUE VA DESDE SU PUBLICACION HASTA SU REEMPLAZO POR OTRA

"Sin la facultad de olvidar, nuestro pasado tendría un peso tal sobre nuestro presente, que no soportaríamos abordar un solo instante más, y mucho menos entrar en él. La vida sola le resulta soportable a los caracteres triviales, a aquellos que, precisamente, no recuerdan."
(E.M. Cioran)

lunes, 19 de septiembre de 2011

LA ESPERA TERMINÓ

A veces soy un burgués que alcanza lo que podríamos llamar una semi-felicidad tras haber adquirido un objeto material. A pesar de mis ideales anarquistas y de mis aspiraciones espirituales, sucumbo al consumismo cada tanto, pero al menos se trata de arte, qué tanto.



En este caso, la semi-felicidad provino tras recibir la fornida caja Europe '72: The Complete Recordings, de Grateful Dead. Se trata de una caja con 73 CD que contienen los 22 conciertos que el grupo dio en su legendaria gira europea de 1972. No es la primera vez que grabaciones de aquellos días salen a la luz: los discos Europe '72, Hundred Year Hall, Steppin' Out y Rocking The Rhein consistían de tomas en vivo grabadas durante aquella maravillosa gira. Ahora tenemos la oportunidad de escuchar todos los conciertos, lo cual significa muchísimo para quienes tengan un profundo y real interés en los queridos Dead.
Obviamente, el coleccionismo jugó un papel importante a la hora de haber comprado esta caja, pero eso es también parte de la experiencia de escuchar música, qué tanto. Los discos (con excelentísimo sonido) vienen en una hermosa caja así como también un hermoso libro de tapa dura con fotos e interesantísimas notas. El diseño en general está muy cuidado y planeado con muy buen gusto.
Resumiendo, una de las novedades discográficas más emocionantes que pueda recordar. Me va a llevar mucho tiempo poder escuchar y asimilar el material (son aproximadamente 70 horas de música), pero la semi-felicidad está asegurada.



La caja aún envuelta y virginal




No me creo más que ustedes por tener una caja
personalizada, me creo más por otros motivos.









CONVERSACIÓN QUE TUVO LUGAR EN UNA TARDE INVERNAL


A veces a Rne se le da por escribir algo.


Hay que jorobarse, no hay caso, che. A Ruth le decía eso siempre, desde que era chiquita. A la madre no le gustaba, me decía: “¿pero cómo le vas a decir eso, pobre nena?”. ¡Ma que pobre nena!, ella me entendía muy bien, y además yo se lo decía con buena intención, ¿me entendés?, así ya de chiquita se iba fogueando un poco, empapando de ciertos asuntos, ¿no te parece? Muy chiquita, muy chiquita, pobre nena, pero insistí, insistí, y al final, bueno, tan mal no salió; es humana, claro, pero despierta. Ahora se me fue a Bucarest, ¡a Bucarest!, así como lo escuchás. Se fue por capricho, por total antojo (bueno, ¿hay otra manera de elegir un destino para un viaje que no sea por capricho?). Yo, de chico, –no sé si te conté– vivía obsesionado con Polonia. Siempre andaba hablando de Polonia, Polonia esto, Polonia lo otro, siempre pintando la bandera en el cuaderno de la escuela (era bien fácil: rojo, blanco, y listo el pollo). Una maestra llegó a preguntarme una vez si mi familia era de allá, pero nadie me puso el apodo “polaco”, será porque el apellido no pegaba, o porque no era rubio.


En realidad, todo había venido por una noche en lo de mis tíos, los de Olivos. Estaba mi prima, que tenía 5 o 6 años más que yo, yo tendría 10 en aquel momento (está frío, cambiá el agua). El tema es que cuando ibamos de visita, mi prima y yo jugábamos (bah, ella me hacía jugar, porque la diferencia de edad... viste que a esa edad se nota mucho; yo era un nenito, ella ya era adolescente) Ella tenía un espíritu muy maternal y se pasaba todo el tiempo inventando cosas para que hiciéramos entre los dos. Yo creo que ella también se aburría con toda la charla de los grandes, me acuerdo que a veces nos callábamos para escuchar lo que hablaban mis padres con mis tíos, y poníamos caras de no entender nada, nos reíamos. Esa, no sé, complicidad, conexión, empatía, o como se te cante llamarla, me hacía sentir especial, como en un lugar aparte con ella, así me sentía (y bueno, era un nene, qué le vamos a hacer). La verdad (y ya me imagino que ibas a preguntar) es que sí, ella me gustaba, ¿viste la historia trillada de la prima de la cual uno se enamora, ese relato al que un buen escritor le rajaría porque ya es un tópico? Bueno, esas cosas a veces pasan, como podrás ver, así que no sería raro que también hubiera muchos científicos locos, o mayordomos asesinos, ¿no te parece?. En realidad, ahora que lo pienso, tampoco sé si me enamoré: “Amor” me parece una palabra muy grande, demasiado fornida, y yo era un nene; pero sí confieso que ir a lo de mis tíos era algo que me encantaba solo porque estaba ella. Una vez que fuimos no estaba, se había ido a lo de una amiga, y –escuchá esto– mi tía me dice (¡ay, qué ganas de matarla a la vieja!): “Uh, pobrecito, se va aburrir hoy que Elizabeth no está. ¡Ya sé que me voy a aburrir!, decía yo por adentro con una bronca que ni te cuento, y también unas ganas de llorar que me daban vergüenza. Pero a las pocas horas –el tiempo no se pasaba más, te imaginás, ¿no? – volvió y yo me acuerdo que quería hacerme el que no me afectaba demasiado, trataba de disimular la alegría que se me veía de un kilómetro a la redonda. Un vestido rojo a lunares tenía ese día, mirá lo que es la memoria, cómo se te graban algunos detalles, che (ahora está medio lavado, pero dejá, no te hagas problema, estoy hecho un viejo quisquilloso). Esa era Elizabeth. Era tan, tan linda la mocosa, y tan inteligente; y yo, más mocoso aún, imaginate, qué vergüenza. Y esa noche que te iba a contar, ella agarró una enciclopedia, un atlas, porque a mí me gustaban los mapas, las banderas; viste que los chicos a veces tienen épocas de obsesionarse con algún área del conocimiento como, no sé, por ejemplo los dinosaurios ­(en esa época no estaban tan de moda, hoy en día cualquier chico te habla de pterodáctilos), o la zoología (nunca me olvido del libro de artrópodos que tenía mi tío, yo no me animaba a tocar las arañas, ¡por más que supiera que eran fotos!). Bueno, el asunto es que yo estaba obsesionado con los países, capitales, monedas, la geografía más política, digamos; pero con mi prima estuvimos toda esa noche mirando fotos de Europa mientras los demás estaban meta sobremesa (¿de qué es?¿de dulce de batata? bueno, probamos). El libraco tenía un planisferio Mercator desplegable –una cosa enorme que no sabíamos bien cómo cornos volver a doblar– y después los mapas de cada país con su Historia, datos de su Economía, etcétera –vos ya sabés cómo son– y fotos, muchas fotos. Y había una foto de un bosque en Polonia que me encantaba, no quería dar vuelta la página, la miraba de todos los ángulos. Hoy en día no te sé decir por qué, porque no tenía nada de especial, ni sobresalía entre el resto de los otros bosques que figuraban en el libro. No sé si porque a Elizabeth también le gustaba mucho o qué –alguna asociación rara habré hecho, ¿no? –, pero la cosa es que cuando mis viejos, un tiempo después, me preguntaron dónde podíamos ir de vacaciones en verano, les dije “Polonia”, con un convencimiento, que quedaron pasmados. Nunca voy a olvidar que mi viejo dijo, mirá, me lo acuerdo patentemente, dijo: “¡Cómo se nota que este no lee el diario, eh!”, y se rió. Yo no lo entendí en ese momento, pero era el año 40, te imaginarás que no era justamente para andar de vacaciones por Europa, y mucho menos por Polonia. Ay, ay, ay, Polonia, qué personaje.


Bueno, así que, como te estaba contando, viene Ruth y me dice “Nos vamos con Esteban a Bucarest”. Yo me empecé a reír: “¿Bucarest?”, les digo riéndome. Pero la verdad es que me sentí en seguida un imbécil, un obtuso que se reía sólo porque no habían dicho “París”. Entonces les dije que me parecía una hermosa idea, hay que viajar, conocer, “Indra es amigo de los viajeros”, y todo eso. Realmente, no me lo esperaba, no es el lugar más frecuentado por los turistas, no me lo podés negar. Después, mientras estábamos comiendo, les pregunto “Che, ¿y Bucarest por qué?”. “No sé, queríamos ir a un lugar distinto, más para el este, y hay que ser original, ¿no? ¿O siempre hay que ir a Madrid, París, o Londres, don Polonia?”. Con mis antecedentes, mucho no podía decir, pero, claro, lo de Polonia había sido cuando yo era un nene de 10, 11 años, y Ruth ya es toda una mujer (y desde hace largo rato, por más que le pese), pero, ¿querés que te diga algo?, está perfecto. Además, me acordé de Cioran. De hecho, se los dije. “La tierra de Cioran”, les digo, así con un tono medio ceremonioso. El novio de mi hija me miró como si estuviera senil (me lo dicen bastante seguido, te cuento). Pero, bueno, el asunto es que se fueron para allá, tierra de Cioran o no. La extraño bastante, hay días que se vuelven demasiado solitarios. En fin, los inconvenientes de haber nacido, ¿no? ¿Sabés quién me había traído el primer libro que leí de él? ¡Jorge!, ¿te acordás de “Jorge, el transhumante”? Lo que es tener mosca, eh, me acuerdo que cambiaba a cada rato de casa, de barrio, de país, (al menos no cambiaba de planeta, que yo sepa). Ese sí que seguramente estuvo en Polonia, y habiendo leído el diario. Buen tipo Jorge, pobre; me regaló el libro, y yo que apenas champurreaba un poco de francés, así que imaginate lo que me costó: un renglón, el diccionario; otro renglón, el diccionario; medio renglón, el diccionario; qué frustrante. Lo leía en la cama, sentado, con los dos libros en la falda; y encima, el diccionario de francés era un mamotreto enorme –por suerte, porque con un diccionario para turistas no llegaba a entender ni el índice–, así que tenía que hacer malabares para que no se me cayera todo al piso. Victoria ya estaba harta del “librito”, como le decía ella tan simpáticamente; seguro que el amante leía ediciones bilingües. Che, ¿será por eso de los libros que me abandonó?, ¡de haberlo sabido antes, me llevaba la Enciclopedia Británica entera a la cama! ¡Y el Mercator desplegable! (no, no quiero más yo, gracias, pero otra porción de batata te acepto). Justo cuando tenía el francés un poco más manyado, apareciste vos con una traducción al castellano, y al carajo el diccionario. Pero, claro, yo sentía que no estaba leyendo a Cioran, sino al traductor, y vos me hacías caras de “no hay una que te venga bien”, pero sabías que tenía razón. Qué cosa, ¿no?, años más tarde, me doy cuenta de que mi vieja edición francesa era una traducción del original en rumano. ¡Había estado leyendo una traducción todo el tiempo! Claro, porque los primeros libros de él están en rumano, después empezó a escribir en francés (luchaba para no sonar como un meteco, pobre Emil). Por ahí Ruth me puede comprar alguna edición rumana, y un diccionario rumano-español tamaño elefante, –todo en el free-shop, como te podrás imaginar– total, ahora nadie se va a quejar de mi forma de leer en la cama, ¿no?.


Hace rato que no sé nada de ella, bah, hace rato que no pregunto, mucho no me importa, y creo que a Ruth tampoco, aunque eso le duele mucho. Yo nunca la extrañé, pero la traición, no sé si me dolió, pero al menos sí me molestó. Por suerte Ruth no heredó casi nada de la madre, salvo la cara y el cuerpo, y de eso no se puede quejar, porque: Victoria, estúpida, pero al menos era preciosa, o eso parecía ser. Y sí, “parecía” ser, al menos al principio, antes de que se develara su estupidez. La estupidez afea, anotá eso, si querés, usala, pero pagame el copyright. No, hablando en serio, ¿no te parece que uno es lindo cuando lo es cabalmente o no lo es en absoluto?. Una mina linda, pero linda en serio, no lo puede ser solamente por fuera. O al menos digo eso ahora que soy viejo, decrépito y me creo –al menos– no tan horrendo por dentro. Se ve que cuando la conocí a ella, estaba mirando otra cosa, o ella cambió, o yo cambié, no lo sé, y no importa tampoco. Pero, aunque fue un error, sin ella, no habría Ruth, que de error no tiene nada.


Está rico esto, eh. Che, siempre me llamó la atención el dulce de batata, porque, pensá, la batata es una cosa espantosa, un aborto de la naturaleza, te diría. Cuando la vieja hacía papas y batatas al horno, todas juntas (¡qué aberrante!), yo las comía después con mucha precaución, parecía un neurocirujano con los cubiertos. Ella me servía papas nada más –nene mimado–, pero alguna de las otras siempre se metía donde no la llamaban, y por ahí, en una de esas, masticaba una sin querer y tenía que escupirla, lindo espectáculo para la hora de la comida. Un asco, realmente, tubérculo nauseabundo, pero, eso sí: el dulce de batata, una delicia. El tipo que lo inventó (bueno, eso de “lo inventó” es medio incierto, seguramente fue un accidente, como la historia de la leche quemada y el dulce de leche, pero no importa) debió ser un gran alquimista olvidado, y –déjeme decirle algo, amigo–: ese olvidado alquimista logró extraer algo tan agradable de una batata. Y eso es algo mucho más milagroso que la piedra filosofal. Como una más y me voy , al gato le deben haber salido raíces esperando que le dé de comer.




FIN